Xenofobia, conservadurismo y catalanofobia: el avance de la ultraderecha en España

La izquierda no puede esperar a que nazca el gran discurso. Tampoco puede engullir la derrota y convertirla en su bandera, ni mimetizar los discursos del adversario esperando que lleven a algo distinto que lo que quiere el adversario. Los tiempos amenazan volverse muy oscuros. La izquierda tiene que recuperar la textura de la acción, la apuesta, la palabra libre y la inserción en las clases populares.


El pasado fin de semana el partido ultraderechista Vox reunió más de 10.000 personas en un impactante mitin en el polideportivo de Vistalegre, en Madrid. Otros varios miles más se quedaron fuera, al haberse superado el aforo del acto. Las últimas encuestas electorales, tozudamente, coinciden en anunciar un  fuerte avance del voto a este partido xenófobo, autoritario, anticatalanista, enormemente conservador y que reivindica sin complejos la herencia política de la dictadura franquista. ¿Es la hora de la reemergencia de la ultraderecha en España?
Hemos de aclarar en primer lugar que en España, la ultraderecha nunca se fue ni desapareció. La famosa transición a la democracia de los años 70 consistió realmente en un pacto para la reforma de la dictadura franquista en el que la simbología del régimen fue retirada del escenario, pero no las personas más destacadas, ni los tics más rutinarios del funcionamiento del poder. La oligarquía económica de la España franquista, así como los altos cuadros de la administración o del ejército y las fuerzas de seguridad, no fueron retirados de la circulación, sino que se reconvirtieron en demócratas de la noche a la mañana con un suave lavado de cara. El poder esencial seguía residiendo en las mismas familias y en los mismos conglomerados sociales, mientras se daba entrada a una cierta pluralidad controlada en el escenario político. Eso explica la continuidad de espectáculos que deberían ser escandalosos en una democracia, pero que no lo son en la española, como la reciente presencia de un notorio torturador franquista, con una causa penal abierta en Argentina, en una celebración oficial del día de la policía en una comisaría madrileña.
Sin embargo, la ultraderecha como vertiente organizada, es decir, los partidos declaradamente ultraderechistas, vivieron tras la transición su particular travesía del desierto. La decadente simbología del régimen franquista fue escondida en los armarios. Había varias razones para ello:
Había que vender la imagen de democracia, y los resabios del discurso criminal del franquismo producían una evidente incomodidad en los demócratas de nuevo cuño, que querían hacer olvidar sus propios orígenes políticos. Además, el Partido Popular (antes Alianza Popular) se convirtió en un gran paraguas que admitía todas las vertientes del pensamiento político conservador, desde la democracia cristiana al liberalismo, pero también a la ultraderecha más montaraz. Los fascistas estaban en el PP, no mandando, pero plenamente cómodos con figuras como José María Aznar. El PP representaba el voto útil para los ultraderechistas, que no conseguían levantar una alternativa propia. Y, por último, había una razón social más profunda: el fascismo nunca había logrado echar raíces entre las clases populares. El fascismo español, a diferencia del alemán o el italiano, apenas desarrolló históricamente expresiones propiamente obreras. El fascismo era una cosa de niños bien, de hijos de señoritos que militaban de jóvenes en sus filas para, tras la transición de los 70, acabar convirtiéndose en su madurez en serios cuadros políticos del PP que se reclamaban liberales o demócrata-cristianos.
Todo eso parece a punto de empezar a cambiar. Y las razones también son varias:
En primer lugar, el contexto ideológico global ha cambiado: la ultraderecha ya no es la gran paria de Europa, e incluso está en el poder en Estados Unidos. La ola ultraderechista que amenaza anegar Europa en las elecciones al Parlamento de la Unión de principios del año que viene tiene su origen en las contradicciones internas de la clase dirigente global que, en un contexto de crisis profunda, descontento popular sin referentes políticos claros y emergencia de un mundo cada vez más multipolar, se enfrenta entorno a la continuidad del proyecto liberal globalizador, o su sustitución por un mecanismo de apartheid mundial Norte-Sur con una vuelta a la gestión de las contradicciones por parte de los Estados-Nación, ensayando un proceso de involución social y cultural, mientras se desarrolla otro modelo de globalización que impida al tiempo la emergencia de las nuevas potencias no occidentales.
Por otro lado, en España el terreno está ahora abonado ante la grave crisis política desatada por las ansias independentistas de Cataluña. La emergencia del independentismo catalán ha alimentado la subida a la superficie de las más oscuras tendencias del nacionalismo español, incluso a iniciativa de la derecha parlamentaria, expresada en las posiciones del PP o Ciudadanos. La fraseología de que la unidad de la patria está en peligro ha sobrepasado los círculos otrora marginales de la ultraderecha, para convertirse en un sentido común que abraza incluso una parte importante del Partido Socialista en el poder.
Tenemos, pues, un escenario impactante y complejo: una monarquía española en plena crisis de legitimidad, una crisis global que ha tenido unos efectos tremendos en España, movimientos internacionales dentro de las clases dirigentes que fomentan la dialéctica y las experiencias electorales del universo “pardo”, fundaciones globales de multimillonarios con ambiciones políticas que financian generosamente las aventuras de los Salvini, Trump u Orban. Sólo nos falta un pequeño ingrediente para facilitar la emergencia de la ultraderecha en España: una izquierda débil, desnortada, sin imaginación y que ha fracasado en la que debería haber sido su principal tarea, convertirse en la herramienta de expresión del descontento de las clases populares en un contexto de crisis general del capitalismo, de empobrecimiento y de violencia crecientes.
¿Hay alternativas? Aún está por verse el auténtico efecto electoral de lo sucedido en Vistalegre. Aún hay muchas posibilidades de que el PP siga siendo el voto útil para los ultraderechistas, y de que no consigan constituirse en una alternativa política autónoma, aunque su influencia cultural y política sobre los principales nodos mediáticos e institucionales del conjunto de la derecha es cada vez más amplia.
Pero la alternativa fundamental sigue estando donde siempre. En la reemergencia y reconstrucción de esa izquierda que ha dado ya por perdido un partido que no ha hecho más que empezar. En los años de las asambleas populares y las grandes movilizaciones del 15M la ultraderecha era incapaz de ser algo. La voz directa de las clases populares anegaba toda expresión de insolidaridad, conservadurismo y xenofobia, porque entendía que su problema principal era con las élites, y no con los perdedores del intercambio desigual global. El problema ha nacido cuando esa voz ya no es directa, sino que está sometida a mecanismos jerárquicos de representación, a mediaciones, a componendas, a un cansino juego de espejos.
La izquierda no puede esperar a que nazca el gran discurso. Tampoco puede engullir la derrota y convertirla en su bandera, ni mimetizar los discursos del adversario esperando que lleven a algo distinto que lo que quiere el adversario. Los tiempos amenazan volverse muy oscuros. La izquierda tiene que recuperar la textura de la acción, la apuesta, la palabra libre y la inserción en las clases populares.
*Escritor y docente español. Miembro del Instituto de Ciencias Económicas y de la Autogestión (ICEA).

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