La división en la clase dirigente europea y la deriva autoritaria en curso
La ultraderecha europea crece sobre el suelo devastado por las políticas neoliberales de la élite globalista, y abandonado por una izquierda supuestamente combativa que prefirió los oropeles institucionales o la marginalidad voluntaria a todo intento de organizar seriamente para la lucha de clases a los perdedores de la crisis en las barriadas obreras de Europa.
Turbias señales de ansiedad recorren a la élite política tradicional europea: la coalición de fuerzas populistas de derecha que está estructurando el ex asesor de Donald Trump, Steve Bannon, con el nombre de The Movement, es cada vez más fuerte y aspira obtener un éxito relevante de cara a las próximas elecciones al Parlamento Europeo. Se trata de una alianza de la ultraderecha continental que se hace fuerte paralelamente a la constitución de grupos de gobiernos ya dirigidos por los ultranacionalistas, como el polaco, el húngaro o el austríaco, para presionar a las instituciones europeas en relación con el tema de la inmigración y el asilo, como el llamado Grupo de Visegrado.
La creciente popularidad de The Movement es tal, que incluso el vicepresidente y ministro del interior italiano Mateo Salvini, de la ultraderechista Liga no ha dudado – pese a sus últimos movimientos públicos hacia una aparente moderación debidos a los problemas de la prima de riesgo italiana tras la crisis de la lira turca – en fotografiarse dando la mano a Bannon y a otros representantes de la citada red, haciendo público su ingreso en la misma. Finalmente, el gobierno italiano ha roto con su imagen de moderación ante la Comisión Europea presentando unos presupuestos expansivos que rompen con el escenario de austeridad que se le imponía por parte de la burocracia comunitaria.
Las barreras tradicionales a la normalización política de la ultraderecha en una Europa que, en gran medida, construyó sus sistemas constitucionales en oposición directa a la experiencia del fascismo y la Segunda Guerra Mundial, han sido claramente sobrepasadas por la ola creciente de la nueva ideología “parda” posmoderna, plural en sus expresiones nacionales, y que está jugando a presentarse como la única defensora de las regulaciones estatales frente al caos del mercado neoliberal, y como la expresión política de una clase trabajadora nacional acosada por las deslocalizaciones, la demolición progresiva del Estado del Bienestar en casi toda Europa, y por las reformas laborales implementadas sobre la base de la flexibilización y la internacionalización de las normas relativas al mercado de trabajo.
La ley austriaca de prohibición del nacional-socialismo del 8 de mayo de 1945, no ha significado obstáculo alguno para la llegada al poder de la tendencia ultranacionalista nucleada en torno a un partido (el FPÖ) que utiliza una oportuna careta liberal y democrática.
La fractura en el interior de la clase dirigente europea es, por tanto, de calado. Por un lado tenemos a la tradicional fracción política y social constituida por las grandes transnacionales, así como por la burocracia de Bruselas y los aparatos políticos (conservador y socialdemócrata) que han ejercido el poder en la mayor parte de Europa desde la Segunda Guerra Mundial , vinculadas directamente con el fomento de la globalización de la economía y con la articulación directa de un espacio de libre comercio euro-atlántico, así como con la participación en la OTAN y la alianza preferencial con Estados Unidos, que defienden un europeísmo basado en la arquitectura neoliberal de la Unión Europea. Por el otro lado: una amalgama variada de gobiernos y partidos ultranacionalistas, con una base social esencialmente constituida por la empresa nacional y el conservadurismo agrario – aunque con pretensiones de hegemonizar el voto obrero – con una política económica supuestamente estatista y protectora de la industria nacional que plantean la necesidad del proteccionismo, la vuelta a las fronteras nacionales, la crítica del euro y la UE realmente existente, el ultraconservadurismo más ultramontano en lo relativo a las formas de vida, y la lucha directa contra la inmigración, vista como uno de los problemas esenciales de convivencia en Europa.
Este quiebre en el interior de la clase dirigente no contribuye, de momento, y pese a lo que podría esperarse, a reforzar las posiciones de la izquierda combativa y de los sectores autoorganizados del movimiento obrero. Es más, no hace otra cosa que expresar la debilidad e incapacidad de la izquierda antagonista para proponer una salida combativa a la crisis. La política no admite el vacío, y donde la conciencia de clase ha sido abandonada florece la conciencia nacional. En este caso, una conciencia nacional hegemonizada por la ultraderecha que identifica el patriotismo con el disfrute de los privilegios que décadas de imperialismo e intercambio desigual con el Sur global han garantizado a la llamada “clase media“ europea.
La ultraderecha europea crece sobre el suelo devastado por las políticas neoliberales de la élite globalista, y abandonado por una izquierda supuestamente combativa que prefirió los oropeles institucionales o la marginalidad voluntaria a todo intento de organizar seriamente para la lucha de clases a los perdedores de la crisis en las barriadas obreras de Europa. Una izquierda, por otra parte, incapaz de todo análisis riguroso de la situación efectiva, y que prefiere lanzarse a disquisiciones estrafalarias, disolventes o, incluso, preparadoras de terreno fértil para el propio discurso “pardo”, como la promoción de las ideas del irracionalismo, el pesimismo, el anticientificismo, la propuesta de la “romántica” involución social (disfrazada de un pseudoecologismo primitivista) o el neoconservadurismo en lo relativo a la vida personal, que han sido siempre elementos nucleares de la ideología fascista desde las mismas reflexiones de Sorel y su Círculo Proudhon en los inicios del siglo XX. La última moda de esta izquierda inane, por otra parte, consiste en comprar parte del discurso ultraderechista, concretamente lo referente a la necesidad de frenar la inmigración y toda idea de unidad europea.
Mientras tanto, The Movement y sus aliados demuestran con su práctica que su política está más destinada a regenerar la autoridad del orden burgués mediante medidas autoritarias, que a implementar una política económica para la mayoría trabajadora. Sus promesas al respecto simplemente son falsas: las modificaciones cosméticas del Decreto Dignidad, que tanto gustan a los buscadores de mínimos detalles que les permitan defender lo indefendible, del gobierno italiano no son más calderilla ante tremendo regalo a la clase dirigente que significa la puesta en marcha de la política fiscal prometida por Salvini de un tipo único para el impuesto sobre la renta. Esto por no hablar de la apertura del debate en Italia, por parte de la Liga, sobre la despenalización del delito de torturas y la extensión del delito de atentado a la autoridad (los pobres y desviados no son sólo extranjeros).
Todo ello, además, a las puertas de una posible nueva crisis financiera global ante la subida de los tipos de interés en Estados Unidos, la guerra comercial desatada por Donald Trump, la subida de los precios del petróleo y el fin de los estímulos del Banco Central Europeo. La gran tragedia del momento (el conflicto entre el hegemón norteamericano y los emergentes, que habían ganado terreno con la crisis y que EEUU pretende devolver al subdesarrollo), que explica en gran medida las turbulencias crecientes en las finanzas globales, empuja a la izquierda europea ante una tesitura de enorme gravedad histórica: reconstruirse sobre la base de la construcción popular, de la lucha de clases y de masas, y de la pedagogía y la acción; o encarar en absoluta debilidad la brutal deriva autoritaria que, gane quien gane el conflicto en el seno de la élite, nos espera a todos.
Aún estamos a tiempo de dar la pelea.
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