Entre Blackstone y la biofilia, ¿con qué te quedas?
Por José Luis Carretero Miramar
Dice la rechifla popular que en España no ha habido crisis, lo que ha habido es dinero para Rato. Al fin y al cabo, el exbanquero, exministro de Hacienda y ex Director Gerente del FMI, ha demostrado tener un aguzado sentido de la oportunidad que le ha llevado a multiplicar sin límites su fortuna y expandirla por el Globo. La pregunta es si “buscando su beneficio consiguió impulsar también el bien común”, como afirmó en su día Adam Smith. Es una cuestión que atañería al corazón de la ética del Capital, en el hipotético caso de que existiera tal cosa. Podríamos preguntárselo al multimillonario gurú de los resorts, los reallities y la especulación inmobiliaria que ahora rige los destinos de la superpotencia norteamericana y, con ellos, los del mundo: Donald Trump, autor magnífico de la frase filosófica del siglo: “la peor de las cosas que puede hacer un hombre es quedarse calvo. Nunca te permitas quedarte calvo”:
Ivan Boesky, en quien se basó el personaje interpretado por Michael Douglas en la oscarizada película Wall Street, montó una imponente red de contactos empresariales y políticos a través de la que obtenía ilegalmente información sobre las fusiones y operaciones financieras inminentes. Rápidamente acumuló un patrimonio de más de 200 millones de dólares, y se convirtió en un auténtico gurú de los negocios. Creó el Hudson Fund, especializado en el arbitraje de fusiones , con la ayuda de Dennis Levine, de Drexel Burnham Lambert, que recaudó para el fondo 600 millones a través de ofertas de bonos basura, operación en la que se embolsó 26 millones de dólares en comisiones. Finalmente, Boesky fue condenado a tres años de cárcel, una multa de 50 millones de dólares y la devolución de otros tantos. Posteriormente volvería al mundo financiero, donde siguió amasando dinero y despotricando contra todo intento de disciplinar el “imprescindible libre mercado”.
El “homo oeconomicus”, que valora racionalmente sus actividades en términos de beneficio monetario, debería, impulsando su propio interés así de estrechamente definido, fomentar, por una especie de magia bella e imperturbable, el bien común, según la vulgata neoliberal. El avance de la productividad fundamentado en la explotación del trabajo ajeno y los avances científicos, y el crecimiento de la cantidad de cachivaches que inundan nuestros escaparates, operan como pruebas de la realidad de esta tesis. Todos los Rato y Boesky del mundo, en su voraz competencia mutua, se nos dice, han edificado la magnánima aurora capitalista que nos envuelve en crecientes dosis de bienestar y desarrollo de las potencialidades humanas.
Pero el bienestar no es para todos, y la aurora del Capital ha demostrado estar preñada de sufrimiento y dolor para la mayor parte de la población mundial. No nos iremos al Tercer Mundo, ese contra-escaparate devastado y oculto a nuestros ojos del que huye la gente aunque se juegue la vida atravesando el Mediterráneo. No hace falta que nos llamen demagogos. Bastan los datos, y hay muchos: sólo desde el 2007 hasta 2015 se produjeron más de 570.000 ejecuciones hipotecarias en toda España. Cataluña ocupó el primer lugar en el ranking de desahucios, con un 23% del total, seguida por la Comunidad Valenciana (15%), Andalucía (15%) y Madrid (11%). Durante este invierno no pudieron asumir los gastos de mantener su vivienda a una temperatura habitable 300.000 hogares catalanes, lo que totaliza cerca de un millón de personas.
Así que la ética del homo oeconomicus se muestra, en la cruda realidad, como lo que es: la apología de la asocialidad y la codicia, que sacrifica todo (ecología, necesidades humanas, cultura…) a la acumulación del plusvalor.
Cuando más de 3000 viviendas públicas del Instituto de la Vivienda Madrileña (IVIMA), destinadas a personas sin recursos, se venden a entidades como EnCasaCibeles, participada por Goldman Sachs y Azora, eso se concreta para ellas en desahucios, pérdida de ayudas sociales y degradación de su vida vecinal, como vienen denunciando. El propio interés de los especuladores, lejos de espolear el crecimiento de la riqueza y la articulación de la sociedad, lo que hace es expandir la miseria, las pasiones tristes y la insolidaridad.
Lo mismo sucede con las 1860 viviendas vendidas, en su día, por el Ayuntamiento de Madrid a Fidere, sociedad pantalla del fondo de inversiones global Blackstone. Como nos indica un informe de la Cámara de Cuentas de Madrid, el gigante financiero norteamericano, con amplios intereses en nuestro país que incluyen autopistas radiales rescatadas por el gobierno, vivienda pública en demasía, hoteles o promociones inmobiliarias compradas a precio de saldo a las entidades financieras, ha subido desde entonces más de un 42 % el precio del alquiler de los afectados.
Las comparaciones humanas (quizás demasiado humanas) entre gentes como Stephen A. Schwarzman, el actual CEO de Blackstone, número 117 en la lista de billonarios de Forbes con una fortuna estimada en 10.200 millones de dólares en enero de 2017; y Arantxa Mejías, portavoz de los vecinos de los bloques mal vendidos de la Empresa de Vivienda y Suelo Madrileña, estudiante y trabajadora de un barrio populoso del Madrid más proletario, nos retrotraen a los análisis del psicoanalista y humanista Erich Fromm cuando hablaba de las distintas orientaciones humanas entre el “tener” y el “ser”.
Así, la prosa de la página web de Blackstone habla por sí misma respecto de su marcado carácter alienado y alienante (además, de estudiadamente falaz) en fragmentos como el siguiente:
“Procuramos crear imputs económicos positivos y valor a largo plazo para nuestros inversores, las compañías en las que invertimos, y las comunidades en las que trabajamos” .
Y la abigarrada vitalidad, dignidad y humanidad de gentes como Arantxa o las familias que defienden su derecho a una vivienda digna en los bloques del IVIMA vendidos a EnCasaCibeles, nos recuerda que cuando lo común, lo público, lo de todos, se entrega sin contrapartida justa a los especuladores, sólo la actividad consciente y autoorganizada, junto a la solidaridad, de las gentes reales que pueblan nuestros barrios, construye alternativas para las necesidades básicas de la población, y afirma la vida, la que merece la pena ser vivida, frente a la brutalidad del homo oeconomicus neoliberal y la mendicidad moral del hombre político crecido a su sombra.
Como bien decía Fromm en su momento: “La diferencia entre ser y tener no es esencialmente la misma que hay entre Oriente y Occidente. La diferencia está, antes bien, entre una sociedad interesada principalmente en las personas, y otra interesada en las cosas.”
El Capital, entonces, como regidor de lo muerto, vórtice del espacio de la alienación, el fetichismo y la cosificación: la obra de la economía capitalista en su despliegue voraz. O, por otro lado, la vida como posibilidad de enriquecimiento, de productividad humana, de desarrollo de las propias potencialidades y de construcción consciente de relaciones sanas, complejas y biófilas: el actuar insomne de las resistencias que defienden lo común y la libertad individual real (dos cosas que nos son antitéticas, sino que se alimentan mutuamente) frente al mundo cadavérico y cosificado de la mercancía.
¿Cabe, entonces, otra ética económica? ¿Otra aproximación a la gestión de los recursos escasos que tenga en cuenta las necesidades de los más y, muy concretamente, de los y las que con su trabajo, generan toda la riqueza social, ya sea material o se exprese en servicios, cuidados, cultura o afectividad?
Esa otra ética económica no sólo existe, sino que se está desarrollando en los intersticios, en los poros de la sociedad en que vivimos: es la economía otra de la autogestión y la cooperación, de la banca ética, las empresas recuperadas, las cooperativas integrales o las ecoaldeas. Es una realidad latente, palpitante, que necesita de atención y cuidado para hacerse grande, para hacerse fuerte.
Es la alternativa de la civilización y la vida frente a la barbarie del mercado monopolista y los grandes fondos de inversión globales.
José Luis Carretero Miramar.
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