Un
brutal torbellino socioeconómico se ha desatado sobre Europa como resultado de
la mortal pandemia del coronavirus. Un informe de Goldman Sachs pronostica una
contracción del 9 % del PIB para la economía de la Eurozona en 2020. La que
saldrá peor parada será Italia, con un desplome del 11,6 %, mientras la
economía española, según el ubicuo banco de inversión norteamericano, se
contraerá un 9,7 % y la francesa un 7,4 %.
El
expresidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, en una columna en el
Financial Times advierte a los líderes de la Unión de que “la pandemia de
coronavirus es una tragedia humana de proporciones potencialmente bíblicas”, y
que la respuesta comunitaria sólo puede pasar un por un significativo aumento
coordinado de la deuda pública. Para él, “la única manera eficaz de abordar la
situación con inmediatez pasa por la completa movilización de los sistemas
financieros de los países, evitando demoras burocráticas”.
Sin
embargo, la Unión Europea no termina de implementar una política solidaria
común frente a la complejidad del reto representado por la expansión del
Covid-19. Europa, un gigante herido, pero incompleto, que ha vivido hace pocos
meses el trauma del Brexit y las recurrentes tensiones centrífugas alentadas
por las fuerzas de ultraderecha, tiene enormes dificultades para configurar una
respuesta a la altura de las circunstancias.
Las
contradicciones que atraviesan el proyecto europeo son múltiples. La Unión
Europea se diseñó, ya desde sus mismos tratados constitutivos, como un espacio
abierto a la libre circulación de capitales, no sólo en el interior de la zona,
sino también procedentes del exterior. Si a eso le añadimos la utilización de
una moneda única configurada de manera extremadamente favorable a los intereses
exportadores de Alemania y la ausencia de una política fiscal común, nos
encontramos, reiteradamente, con una dinámica en la que cualquier crisis
impacta de manera diferencial en los países del Norte y de la Periferia de la
Unión, generando tensiones crecientes y potencialmente insolubles.
Los
vimos en los años posteriores a 2008, cuando las primas de riesgo italiana o
española amenazaron con acabar con la viabilidad del euro y Grecia se hundió en
una catastrófica deriva hacia la pobreza. Sólo una respuesta unitaria, personificada
en la declaración de Mario Draghi, entonces presidente del Banco Central
Europeo, de que se iba a hacer “todo lo necesario”, pudo evitar el colapso e
implosión del imperfecto proyecto de Estado-continente europeo.
Pero el
salvamento vino acompañado de fuertes condicionalidades, en la forma de planes
de ajuste, recortes del gasto público y reformas laborales y de pensiones.
Fueron las llamadas “políticas de austeridad”, exigencia fundamental de las
élites financieras e industriales del Norte de Europa para rescatar a los
bancos y a las dependientes economías de servicios de los países del Sur. Los
desahucios, el paro de masas y el desmantelamiento creciente del Estado del
Bienestar fueron el resultado de una década de reformas, recortes y privatizaciones.
Recortes, muy señaladamente, también, en la Sanidad pública española, de lo que
ahora hemos pasado a ser muy dolorosamente conscientes.
Y el
problema es que ahora estamos en una nueva crisis, y las tensiones han
reaparecido. Los debilitados sistemas públicos de salud del Sur de Europa,
atenazados por la imposibilidad de los Estados miembros para realizar su propia
política monetaria o para traspasar las enervantes exigencias de déficit del
Tratado de Maastricht, no pueden hacer frente a la brutal extensión de la
pandemia. Hacen falta recursos. Y algunos de los industriales y financieros del
Norte quieren negociar contrapartidas.
Maratonianas
reuniones se suceden en las altas instancias europeas. Holanda toma el papel de
ogro desagradable para el Sur, mientras Alemania juega a mantener la Unión sin
pagar demasiado a cambio. Los mediterráneos piden eurobonos, mutualizar los
costes, rescates que no estén basados en la deuda y un gran Plan Marshall de
reconstrucción de Europa.
La
partida, en estos momentos, está al rojo vivo. El Banco Central Europeo ha
decidido, pese a sus iniciales vacilaciones, poner en marcha un plan de compras
de activos comunitarios de 750.000 millones de euros para salvar la moneda
única. Su presidenta, Christine Lagarde afirma que “actuará como sea necesario
y durante el tiempo que sea necesario”. La Unión, tras muchas tensiones
políticas, decide poner en marcha varios instrumentos de ayuda a los Estados
miembros, con condicionalidades “blandas”: créditos del MEDE (el Mecanismo de
Estabilidad Europeo), un fondo de garantías del Banco Europeo de Inversiones de
200.000 millones de euros y un mecanismo temporal de reaseguro del desempleo
comunitario para los trabajadores que estén en situación de suspensión en sus trabajos
(como es el caso de los incluidos en los ERTEs y los autónomos españoles).
Los gobiernos
mediterráneos insisten en la necesidad de los eurobonos u otros mecanismos de
mutualización de la deuda, hacen notar que los créditos del MEDE presuponen el
cumplimiento de las normas del Pacto de Estabilidad y Crecimiento que fuerzan a
mantener el déficit público por debajo del 3%, lo que implica, en estas
circunstancias, la temida “austeridad”;
y subrayan la necesidad de un seguro de desempleo europeo permanente,
así como de una auténtica línea de solidaridad transcontinental basada en
transferencias de renta y no en deuda.
Y, en
este escenario de tensiones y forcejeos, entra en escena el Tribunal
Constitucional alemán.
El día
5 de mayo, el Tribunal Constitucional germano dicta una sentencia que actúa
como la explosión de un polvorín, en medio de una ciudad sitiada. Su fallo
mantiene que el Banco Central Europeo se extralimitó en su mandato con su
programa de compra de deuda pública, lanzado en 2015, bajo la presidencia de
Draghi, para frenar el brutal colapso de la crisis iniciada en el 2008. El
Constitucional alemán requiere al BCE para que justifique su actuación e insta
al Bundesbank a interrumpir las compras que realiza a cuenta de ese mismo
programa. Si el BCE no responde satisfactoriamente al Alto Tribunal germano, en
el plazo otorgado para ello, afirma la sentencia, el Bundesbank deberá
encontrar una forma consensuada para deshacerse de los bonos comprados en el
marco del programa que están en su poder.
Con
esta decisión, el Tribunal Constitucional alemán pone en crisis varios
elementos centrales de la actual arquitectura europea. En primer lugar, sienta
un precedente que podría ser utilizado contra el actual programa de compras del
BCE relacionado con la crisis del coronavirus, ya que este es aún más laxo que
el rechazado por la Corte. Pero, aún más, pone en cuestión la jerarquía jurídica
de las normas y las instituciones en el interior de la Unión. El tribunal
desoye una previa sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea que ha
considerado justificado el programa del BCE en diciembre pasado, y lanza un
requerimiento que se quiere imperativo a una institución comunitaria e
independiente (el BCE) que, según los tratados de la Unión, no puede ser
fiscalizada por las instituciones nacionales de los Estados miembros.
La
independencia del Banco Central Europeo y el futuro de la Unión pasan a estar
en juego. El BCE se niega a responder al Tribunal Constitucional alemán. La
presidenta de la Comisión, Ursula Von der Leyen, amenaza con multar al Estado
germano y afirma “el Tribunal de Justicia de Luxemburgo siempre tiene la última
palabra en materia legal en la Unión Europea. Me tomo esto muy en serio.”
Pero la
canciller Angela Merkel siembra dudas. Afirma en una reunión con altos
funcionarios de su partido que el fallo del Tribunal Constitucional germano es
“solucionable” si el BCE atiende al requerimiento de la Corte y le explica su
plan de compra de deuda. Un portavoz de su Ministerio de Finanzas indica que el
gobierno alemán cumplirá con los requisitos fijados por la sentencia. El
presidente del Bundesbank declara que “respetando la independencia del BCE”
apoyará todos los esfuerzos para que este justifique su plan de compras ante el
Constitucional alemán.
Alemania,
por tanto, amenaza con poner el entero edificio institucional y jurídico de la
Unión Europea patas arriba. Y lo hace desde la insolidaridad, desde una
inconfesada vocación imperial que le hace pensar que los mercados protegidos
que le brinda la existencia de la Unión Europea no han ser sufragados mediante
el reciclado de sus excedentes industriales. Polonia y Hungría sonríen a la
espera de que el caos desatado termine por descomponer el edifico jurídico que
ha servido como freno a su deriva autoritaria interna.
Todo está en juego en esta
intempestiva crisis del coronavirus. Europa tiembla, atenazada por las
contradicciones del Brexit, del enfrentamiento Norte-Sur, de las tensiones con
el grupo de Visegrado, de su incapacidad para construir un aparato de defensa
propio y una política exterior común y de su pérdida tendencial de soberanía
tecnológica. Encara ahora la rebatiña desatada por las élites sobre quién tiene
que pagar las pérdidas derivadas de la pandemia,
Europa
es una buena idea. Vivimos en un mundo de tiburones globales, de
Estados-Continente como Rusia, China o los Estados Unidos de América, de fondos
de inversión que manejan capitales inconmensurables. Sólo una Europa unida
puede hacer frente a los grandes torbellinos que se apuntan en el horizonte,
como la crisis ecológica, la Cuarta Revolución Industrial o el caos creciente
de un mundo multipolar y desigual.
Pero lo
que no está claro es que nos valga cualquier Europa. Estamos ante una Europa
sin solidaridad, sin fiscalidad común, sin un Derecho del Trabajo que sirva
como suelo legislativo, sin una defensa soberana e independiente. Pertenecemos
a una Europa que desoye las llamadas a compartir la deuda, a la construcción de
una renta básica de ciudadanía, a una profundización democrática y a una
apuesta federal para el continente, que sólo puede estar basada en la
convergencia hacia arriba de las condiciones de vida de los trabajadores
europeos.
Afirma
Mario Draghi en el Financial Times que, en estas circunstancias “el coste de
vacilar podría ser irreversible”. La austeridad puso en cuestión la idea de
Europa la década pasada. Y el Tribunal Constitucional alemán, ahora, la puede
empujar al abismo.
José Luis Carretero Miramar.
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