Unos nuevos comunales para el campo


                UNOS NUEVOS COMUNALES PARA EL CAMPO. (publicado en el periódico El Salto)


                Pese a los impactantes episodios represivos de estas últimas semanas no está mal dedicarle algún tiempo a la ensayística de fondo, la que te hace crecer intelectualmente, la que te genera preguntas y te obliga a investigaciones propias. En mis manos ha caído un libro de ese tipo. Corto, vibrante, pero con mucha miga. Se trata de “La defensa de los comunales” de César Roa Llamazares, publicado por Catarata.
                El libro es un texto serio, riguroso, breve y directo. Combina la erudición y la bonhomía que acompañan a César allí donde va. Y, sobre todo, nos obliga a plantearnos elementos centrales de nuestra comprensión clásica del mundo rural desde una perspectiva fundamentada y no acríticamente idealizadora.
                El hilo conductor del libro son las resistencias opuestas  en el siglo XIX a la destrucción de los regímenes de propiedad rural comunal en todo el mundo. La emergencia de determinadas líneas políticas y sociales vinculadas con el llamado “populismo agrario”, representado por figuras como Henry George, Herzen  o Joaquín Costa que enfrentaron, de manera dispersa pero decidida, el proceso de expolio de los comunales, una forma de gestión colectiva de determinados recursos rurales que se habían convertido, en el previo escenario del Antiguo Régimen,  en elementos estratégicos para la supervivencia de las comunidades campesinas. El proceso de los enclosures (el cercamiento de las tierras en manos de la producción familiar de subsistencia junto al expolio acelerado de los comunales)  dio lugar al éxodo rural en dirección a las ciudades que garantizó en estas  la mano de obra jurídicamente libre y hambrienta que permitió, junto al creciente excedente agrícola  y comercial dispuesto a ser invertido, el nacimiento del modo de producción capitalista.  Este proceso vino acompañado, en el Estado Español, de las llamadas desamortizaciones, que pusieron masivamente la tierra y los recursos de las comunidades aldeanas en manos de algunos elementos de la  naciente clase burguesa, así como de las familias aristocráticas.
                La pervivencia de la conciencia de la importancia de estas fuentes de tenencia colectiva de tierras y recursos rurales para la vida campesina, puede rastrearse aún hoy en día en la supervivencia de regímenes como el de los montes en mano común de Galicia o en la influencia que un teórico internacional de la autogestión obrera, como Abraham Guillén, reconocía, en los años 90,  que había tenido en su pensamiento su relación infantil con los montes comunales de su localidad de nacimiento (Corduente, Guadalajara) a cuyo cuidado había contribuido de niño.
                Pero César Roa va más allá: no sólo hace el recuento del proceso de expolio de los comunales, sin idealizar innecesariamente su praxis efectiva, sino que, además, plantea una provocadora tesis respecto a la relación de las izquierdas con el campo.
                Y es que la visión socialista y colectivista de la izquierda sobre el mundo rural, teñida además de la metafísica del desarrollo y el tecnologismo acríticos, ha desconocido en muchas ocasiones la textura real de lo que podría ser una forma ecológica y sostenible de desarrollo agrario.
                Entendámonos: la izquierda de los siglos XIX y XX, pese a su vinculación sentimental con las formas comunales de gestión, ha defendido generalmente la tesis de que, para el pleno desarrollo de las fuerzas productivas en el ámbito agrario, y el aumento de la productividad producto de la utilización de la tecnología agrícola, era necesario el proceso, que el capitalismo estaba desarrollando, de concentración de la tierra en pocas manos, generando fincas mayores y más competitivas.
La idea de la generación de grandes granjas, al estilo de las fábricas urbanas, donde pudieran ponerse en funcionamiento  todos los procesos tecnificados que la ciencia agraria recomendaba, aumentando la productividad, ha estado en la base de la comprensión de socialista de la agricultura que, a falta de socialización o colectivización de dichas granjas por un proceso revolucionario, ha saludado históricamente el proceso de mercantilización de la tierra implementado por el capitalismo como el dinamizador del necesario desarrollo ampliado de las fuerzas productivas que estaba construyendo la infraestructura material del socialismo futuro.
Esta idea podía acompañar un proceso de movilización del proletariado rural allí donde el proceso de concentración de la tierra ya había sido operado, generando grandes latifundios, en muchos casos fuertemente  improductivos por la mala gestión de terratenientes incapaces o absentistas, como en la mayor parte de Andalucía. Los jornaleros sin tierra podían fácilmente imaginar la colectivización del latifundio y su gestión colectiva como alternativa socialista. Que esta gestión iba a verse acompañada de un aumento de la productividad y del desarrollo ulterior de nuevos servicios para las familias campesinas (como ha ocurrido en la localidad de Marinaleda) era algo evidente, dado el abandono y la desidia de la clase dirigente local y la profundidad de los procesos de autoorganización del proletariado rural.
                Sin embargo, en los lugares donde los tipos de cultivo y la historia previa habían generado una hegemonía de las formas de la pequeña propiedad familiar de la tierra, la alternativa de la izquierda fue vista con una enorme desconfianza. No podía ser de otro modo, ya que, en cierta manera y a los ojos de las comunidades rurales, lo que hacía era legitimar el proceso de expolio que estas estaban sufriendo a manos de los terratenientes y prestamistas. Y, en última instancia, y si llegamos al momento actual, de las grandes multinacionales del agro business.
                Así, en lugares como Castilla o Galicia, la alternativa de la izquierda, que había olvidado los comunales y llamaba a la colectivización de la pequeña propiedad, contribuyó a enajenar toda posible simpatía del campo con la propuesta socialista, y a vincular a los sectores agrarios con las fuerzas de la derecha y el conservadurismo. Que dirigentes del falangismo de primera hora como Ramiro Ledesma vinieran del mundo del asociacionismo agrario castellano, mientras el anarcosindicalismo tenía sus feudos entre los jornaleros gaditanos o sevillanos no era casualidad.
                Sin embargo, quizás la clave que permita solucionar esta dicotomía entre la izquierda y la propiedad familiar campesina sea más ideológica que real. Y esté, precisamente, en el concepto de los bienes comunales.  César Roa apunta esta solución, aunque no la desarrolla (esperamos una próxima entrega), haciendo hincapié en un elemento naciente de la conciencia política de la izquierda que la articula con la cosmovisión del mundo rural: la perspectiva ecológica.
                Así, frente a la alternativa de la mercantilización creciente del campo, vehiculada por fenómenos como la posible ratificación del CETA por la Unión Europea (el Tratado de Libre Comercio con Canadá, de efectos futuros realmente perniciosos para el agro español), cabe la posibilidad de plantear una alternativa basada en la sostenibilidad ambiental y la articulación social, incluso en las zonas donde predomina la pequeña propiedad familiar. Y el elemento central de esa alternativa es el concepto de los bienes comunales.
                Bienes y recursos comunales que, desde esta perspectiva, no se agotan en la propiedad colectiva de una serie de montes o en una serie de derechos de uso de los productos de esos montes, sino que alcanzan, partiendo de una conceptualización extensiva como recursos colectivos para uso de toda la colectividad campesina, a constituirse en el armazón de una forma de desarrollo sostenible y ecológica para el campo.
                Estamos hablando de alternativas factibles como la articulación de formas cooperativas de distribución de la producción agraria en vinculación directa con formas de cooperativismo de consumo en la ciudad, promoviendo circuitos cortos de distribución y el desarrollo local; mecanismos de ayuda mutua en el trabajo estacional entre las unidades campesinas o de tenencia colectiva de aperos y maquinaria agrícola; financiación cooperativa y responsable socialmente, como la que articulan organismos como Coop57, pero extensible a la pequeña propiedad rural (¿Para cuándo un Banco de la Cooperación y la Participación para todo el tejido cooperativo, de economía social y de trabajo autónomo y de propiedad familiar de este país?). Generación de un sector industrial cooperativo para las actividades de transformación de la producción agraria, ayudando al control de la totalidad de las cadenas de valor por la propiedad social y familiar, contra la extensión de las transnacionales y la pérdida de la soberanía alimentaria.  Ayudas  públicas al desarrollo agrario no vinculado a la exportación al mercado mundial, sino a la articulación social de zonas agrarias despobladas y empobrecidas como la llamada “Siberia castellana” o zonas montañosas de La Rioja.
                La constitución de toda una nueva red de bienes comunes, de nuevo tipo, que articulen la vida campesina de una forma que garantice un desarrollo ampliado desde el punto de vista humano, al tiempo que una relación sostenible con los recursos naturales y la biosfera. Promoviendo la colectivización de la tierra allí donde es la solución adecuada, pero respetando a las comunidades campesinas allí donde la propiedad familiar es la alternativa más adaptada ecológica y socialmente. Favoreciendo la integración y el desarrollo de las gentes que viven en el campo y la recuperación de la soberanía efectiva sobre nuestra tierra.

José Luis Carretero Miramar


               








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