Decrecimiento y abundancia
DECRECIMIENTO Y ABUNDANCIA.
(Texto publicado en el número de primavera de la revista "Al Margen", del Ateneo Libertario Al Margen de Valencia).
La crisis, en los términos
utilizados por la visión dominante de la economía capitalista, está íntimamente
relacionada con la caída del PIB. Se habla de crisis cuando el descenso de la
tasa de rentabilidad, normalmente producto de causas subyacentes de largo
calado, se resuelve en la forma de una brutal destrucción de fuerzas productivas
que provoca desocupación de masas y enormes tensiones sociales. La salud económica de la sociedad, por tanto,
se identifica mecánicamente con el crecimiento de la producción, animado por la
espuela del aumento del consumo provocado por la generalización del empleo y la
subida de los salarios.
Por supuesto, en esa simplista
manera de las ver las cosas quedan muchas preguntas sin responder: qué o cómo
se produce en los momentos de crecimiento, qué actividades sociales son
realmente útiles e, incluso, si la forma
de cuantificar la producción misma tiene algo que ver con la satisfacción real
de las necesidades humanas.
Tratemos de explicarnos: el sistema
capitalista necesita acumular capital de
manera creciente para subsistir. La
lucha y la competencia entre los capitales se resuelve en la tendencial
victoria de quienes hayan acumulado más fuerzas en la refriega, y eso provoca
un acelerado desarrollo de las fuerzas productivas. De las fuerzas productivas
de capital, puntualicemos.
En el marco de esa brutal
competencia y de esa acumulación constante, todo aquello que no contribuye a la
acumulación de capital es dejado de lado, convertido en una externalidad que no
computa en los balances contables de las empresas ni en las magnitudes
macroeconómicas de las grandes consultoras. Que no computa, por tanto, tampoco,
en la medición del PIB.
Así, los recursos naturales son
esquilmados inmisericordemente por las
empresas capitalistas, obligadas a crecer sin cesar y a producir cada vez más cachivaches que ceben
la sociedad de consumo (sólo para una porción concreta de la población mundial)
sin que su degradación tenga que ser reparada por los autores de la misma y,
sin que por tanto, se contabilice de manera alguna en sus balances, impidiendo
averiguar hasta que punto determinadas actividades (como el fracking, por
ejemplo) son realmente rentables, no sólo desde un punto de vista social, sino
estrictamente económico.
Es en el seno de este marco
socioeconómico que el desarrollo del proceso de acumulación capitalista entra
en un conflicto creciente, con las fuentes mismas de reproducción de la vida,
poniendo en cuestión su propia viabilidad a medio plazo. Entendámonos: el
crecimiento continuado se compone mal con el natural agotamiento de los
recursos fósiles necesarios, precisamente, para alimentar dicho crecimiento. La
llegada del peak (el punto más alto
posible de extracción, a partir del cual es cada vez menos rentable para una
economía de mercado, continuar con la explotación del recurso) se ha producido
ya para el petróleo convencional, y está cada vez más cercana para la práctica
totalidad de las fuentes energéticas y los recursos clave de nuestra sociedad
industrial.
El capitalismo, atenazado por la
confluencia de procesos seculares paralelos e interdependientes, que están
dibujando un momento de crisis múltiples (ecológica, económico-financiera,
cultural, de la hegemonía política, etc) que abren el escenario de una mutación
sistémica de tipo cualitativo, no puede, a largo y, aún, medio plazo, hacer
frente a la crisis ecológica manteniendo el mismo tipo de sociedad de consumo.
El crecimiento sin fin, es inviable en un planeta finito y, con él, el propio
sistema capitalista. La gran pregunta, como decía Gunder Frank, de nuestro
tiempo, no es cuál es la naturaleza del capitalismo, sino que vendrá tras él.
Así, el decrecimiento va a
producirse de una manera u otra: en medio de las gigantescas catástrofes sociales
asociadas al colapso, o la lenta pero imparable decadencia, de una arquitectura
global enferma en sus más profundos cimientos, o en el marco de un proceso
racional y democráticamente gestionado en función de los intereses de las mayorías.
Pero aclaremos de qué hablamos
cuando hablamos de decrecimiento: la sociedad de consumo se ha construido sobre
la emergencia de una abundancia nunca vista de objetos mercantiles, muchos sin
una utilidad social o personal clara, cuya producción masiva y venta permite alimentar
el proceso de acumulación del capital. Todo ello ha provocado una expansión
brutal de redes de transporte, asociadas al uso masivo de recursos fósiles para
mover las mercancías, que han generado un mercado global, al tiempo que
arruinaban a los productores comarcales, impidiendo la soberanía alimentaria e,
incluso, industrial local. En el camino,
muchas otras necesidades sociales, algunas de ellas mucho más profundas que la
de jugar, por ejemplo, con una consola de videojuegos privada y personal, o la
de consumir frutas traídas de la otra parte del mundo fuera de temporada, han
sido preteridas, produciendo desigualdad
y problemas de subsistencia a millones de personas.
Lo que está en cuestión,
entonces, en el marco de la crisis sistémica que nos atenaza, y del problema
ecológico de fondo que se agiganta por momentos, es qué y cómo debe producir la
sociedad, a que intereses debe responder esa producción, y cómo se pueden
minimizar los daños medioambientales resultado de esa producción, partiendo de
la base de que la pervivencia del capitalismo, tal y como lo conocemos, es
incompatible con la continuidad de la población humana en el planeta.
Así, la discusión esencial es
cómo realizar el decrecimiento necesario de una forma racional y socialmente
positiva, lo que pone en el centro del debate nuestra misma concepción de elementos que configuran la esencia de
cualquier civilización, como son los conceptos de “riqueza” o de “abundancia”.
¿Es posible una sociedad de la
abundancia, tal y como se calificaba al socialismo en los textos clásicos del
obrerismo revolucionario? Las respuesta es sí, siempre que entendamos el
término “abundancia” con un significado que remite a la posibilidad de
solventar las necesidades materiales básicas, pero, sobre todo, a la apertura
al desarrollo de las capacidades y potencialidades culturales, afectivas,
relacionales y, muy señeramente, de cuidado de todos. La abundancia de
cachivaches de nuestra actual sociedad de consumo es imposible de generalizar
al conjunto de la población mundial y es, además, insostenible aún para una
minoría en su forma presente. Sólo una sociedad que haya entendido que esa
supuesta “abundancia” inequitativa y, muchas veces, criminal, no es más que un
espantajo en manos de expertos en
márketing, y que la real satisfacción de las necesidades humanas va por otro
lado, más relacionado con las posibilidades efectivas de poder desarrollar las
propias capacidades creativas y de cooperación, podrá superar el cuello de
botella civilizacional que la senilidad del capitalismo nos impone.
Es por eso que el decrecimiento
(la disminución de unas magnitudes económicas que computan como riqueza, por
ejemplo, la realización de actividades altamente contaminantes o grandes bolsas
de actividad especulativa, o la producción de armas o el transporte
transnacional de insumos que arruina a los productores locales) no nos debe de
asustar. Hay una gran bolsa de riqueza social que aún está por explorar, pues
esta sociedad no le ha dado valor alguno y la ha sometido al proceso de acumulación
del capital mediante su saqueo cuasi-gratuito por los mercados. Hablamos de las
inagotables, y perfectamente compatibles con el ecosistema, capacidades humanas
para el cuidado mutuo, el fermento de la imaginación y la cultura, las
actividades relacionales y el aprendizaje.
Un decrecimiento que, por
supuesto, deberá ser modulado de manera democrática y socialmente responsable
por las propias poblaciones y claramente asimétrico en función de las
diferencias productivas y socioeconómicas entre los distintos espacios
territoriales del Globo (la sociedad de consumo no está generalizada en todas
partes). Lo que pone en cuestión , precisamente, el modelo de civilización que
queremos. Cómo será “eso que vendrá” después del capitalismo.
Porque una recomposición
neofeudal que, usando como palanca la deuda,
haga emerger un “ecofascismo” que
imponga una involución a un régimen tributario, estacionario económicamente y
brutalmente conservador y autoritario en lo cultural y político, es
perfectamente pensable. El proceso de
constitución de ese nuevo régimen pasaría por una gigantesca desposesión de las
clases subalternas y por su sometimiento, a sangre y fuego, a un
empobrecimiento radical y a una “noche de la cultura” que las hiciera olvidar
totalmente el pensamiento emancipador de los últimos siglos.
Nuestra posibilidad, sin embargo es levantar la alternativa a esa distopía de
las clases dirigentes: un nuevo eco-socialismo libertario, federalizante y
basado en la creatividad, el conocimiento y la alegría de vivir.
José Luis Carretero Miramar.
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