Los límites de la realpolitik
LOS LÍMITES DE LA
REALPOLITIK.
Tras el
reflujo experimentado por el Movimiento 15-M,
el último año ha sido principalmente dedicado por muchos activistas a la
experimentación con la posibilidad de construir, por parte de los movimientos,
una política institucional. Las apelaciones a la realpolitik han sido
constantes, así como la recuperación del pensamiento de autores que se
proponían como centro de reflexión para la situación actual, dedicados al
estudio de la toma del poder y su ejercicio en el marco de una lucha de
facciones, como Maquiavelo. La emergencia de novedosas candidaturas electorales
y de originales alineamientos políticos tendentes a lo institucional se ha
transformado en una tónica con más o menos acceso a los mass-media.
Sin embargo,
podría aventurarse que la estrategia no va a dar todos los frutos que de ella se espera,
sobre todo en términos de mayor auto-organización social y empoderamiento de
los sectores sometidos. No queremos cogernos las manos adelantando acontecimientos
que aún no han sucedido, pero, vistas las últimas encuestas, nada apunta a que
Izquierda Unida o una coalición construida dificultosamente en su órbita, o una
constelación de iniciativas más o menos mediáticas que pretendan barrer con lo
que está a su izquierda, consiga realizarle un sorpasso al PSOE o edificar una
hegemonía electoral con voluntad transformadora (y lo de la voluntad transformadora
es importante). En todo caso, alcanzarían a mejorar la representación de la
izquierda institucional, pero no a constituir una alternativa con capacidad de
decisión, incluso aunque (posibilidad muy remota) consiguiesen gobernar
finalmente con el social-liberalismo. Quizás en las elecciones municipales, que
implican una mayor apertura a la experimentación desde la base de plataformas
locales ligadas a los movimientos, pueda suceder algo mínimamente interesante
en determinados municipios o territorios concretos, pero la emergencia del
Frente Unido que se nos anunciaba iba a arrasar con el bipartidismo para abrir
un período constituyente de radicalidad democrática no sólo no parece más
cerca, sino que, tras tanta realpolitik, simplemente ha desaparecido hasta del
imaginario.
No
podía ser de otra manera. La realpolitik, tal como la entienden IU y sus
voceros y comunicadores (y todos sabemos que la fuerza dominante y decisiva en
este plano institucional es IU, ya sea la IU oficial o sus extensiones en
aparente pugna con el “aparato”), como engendro de un puro materialismo mecánico,
tiene sus límites. Tanta fraseología
vacía sobre “las verdades de la vida” y “la política para adultos”, esconde
algo fundamental, algo que se pierde en el discurso: sin “romanticismo
revolucionario”, sin “voluntarismo”, no hay revolución alguna, tampoco “de
colores”. Tras la santificación de la representación y la delegación de la vida
política en una élite cualquiera sólo hay cotidianeidad. Y en la cotidianeidad,
todos sabemos a quién vota cada cual. Nadie hubiera hecho la “Larga Marcha” (y
es curioso tener que explicárselo a los comunistas) por un simple cambio de
gobierno y una fiscalidad un poquito más progresiva, o por volver a la
legislación laboral del 2009. Y esto vale para todo tipo de candidaturas.
La
lucha de clases ( y se trata de lucha de clases, no lo olvidemos) nunca puede
ser, únicamente, realpolitik. Hay que reconstruir una narrativa que vaya más
allá de la cotidianidad para empujar a las gentes a que vayan más allá de la ella,
para que no vuelvan una y otra vez a sus costumbres inveteradas y pasivas.
Hay
quien entiende, ya lo hemos dicho, la realpolitik como un materialismo
puramente mecánico, que nunca ve las potencialidades de lo real ni los efectos
de la voluntad, la capacidad de transformarse y transformar de las gentes, sino
sólo sus límites, su someterse a cauces estrechos y pasivos. Comprenden que hay
que dirigirse a las masas (o a la clase obrera, tanto da), halagando incluso,
en algunos casos, sus tics xenófobos , pero sin dejar a sus sectores más
activos irse por los cerros de Úbeda, lenguajear (en términos de Maturana y
Varela) palabras “románticas”, ni organizarlas, construirles espacios de
autoformación y darles voz.
¿Maquiavelo?
Que alguien tenga en el seno de su tradición política a personajes como Lenin o
como Mao, y se dedique a meternos a Maquiavelo hasta en la sopa, ya es
suficientemente representativo de cómo están las cosas. Porque esa es la
diferencia entre un Maquiavelo y un Mao o un Lenin: los últimos incorporan a su
ADN político y a su discurso una dosis fuerte de “voluntarismo”, de deseo de
transformación, una tensión efectiva frente a lo real. En Mao, por ejemplo, no
hay sumisión total a lo real, mecánicamente entendido, aun cuando sea el centro
de su análisis, sino un perpetuo “tour de forcé” con lo que hay, con las
potencialidades revolucionarias concretas de las masas (y no creo que se me
pueda acusar a mí de “adoración acrítica” del Gran Timonel o de Lenin). Supongo
que los multimillonarios que hoy dirigen el Partido Comunista Chino
calificarían esta tesis de “desviación izquierdista”.
La
izquierda institucional española, desde la Transición que firmó, y que ahora
parece criticar, ha eliminado eso de su mundo. De hecho, es el principal
elemento que ha eliminado. La prueba está en la dificultosa recuperación del
republicanismo español, que hoy parece no decirle nada a nadie, más allá de
perogrulladas sobre la Jefatura del Estado, porque se recupera como un discurso
plano y vacío, sin atender a lo que fue su corazón histórico efectivo:
precisamente esa “tensión republicana”, ese “romanticismo” que hace que
comparar a José Antonio Balbontín o a Eduardo Barriobero con los actuales
voceros de los variados “aparatos”, no sea sólo irrisorio, sino también patético.
Pese a
todo lo que ahora quiere achacarse al 15-M, pese a las críticas que se le puedan
hacer, lo cierto es que los resultados (en términos de movilización ciudadana,
de concienciación, densificación y pre-organización social) del ciclo de
movilizaciones empezado en Sol, son ampliamente superiores a los del último
año, dedicado casi íntegramente a una política pro-institucional cada vez más estrecha y corta de miras, sea cual
sea el resultado electoral final.
La
descomposición de IU en una serie de “marcas blancas” que finalmente se
recompondrán para empujar a votar al mismo sitio (es decir, a la burocracia de
siempre), o pactarán con ella y con el social-liberalismo cuando sea necesario,
no soluciona nada. El problema es mucho más
complejo y profundo que una simple cuestión de mercadotecnia electoral.
No se trata tan sólo de cómo llegar a un público siempre esquivo y del que no
se espera más que el acto de ir a votar de vez en cuando.
La
cotidianidad es un fuerte peso, una losa, y tiene sus propias inercias. Sin
tensión que obligue a traspasar sus límites, el deseo de las multitudes no se
va desterritorializar de lo de siempre,
una suave democracia representativa gobernada por alguien que ahuyente los
peligros y racionalice el despojo (la gran baza del PSOE), o un tipo fuerte o
carismático que lo solucione todo, en caso de crisis (y, sonroja decirlo, nadie
en la bancada de la izquierda actual puede cumplir ese papel, aunque quizás le
gustase a alguno). Para acumular las energías necesarias es imprescindible
desterritorializar ese deseo y hacerle a la gente decir lo que realmente quiere.
Y eso implica una dosis efectiva de “utopismo”, de “voluntarismo”, de
“romanticismo”, sustentada en las necesidades materiales de las masas, pero
capaz de trascenderlas conformando un proyecto sociopolítico global.
Maquiavelo
es un límite, no una herramienta. Porque su materialismo se agota en la lucha
de facciones, no incorpora la dimensión fundamental de la clase y de la
realidad socioeconómica.
La
explotación, la lucha de clases, impone pasar las ideas por el tamiz de lo
real, no hay duda, pero para trascenderlo, superarlo, transformarlo. El
concepto de realpolitik no puede ser el mismo para explotadores y explotados,
opresores y oprimidos. Identificarlo, más allá de la visión de clase, es, sin
más, una fantasía.
Por
ello, una política contra la explotación y contra la opresión debe constituirse
desde la participación amplia y la auto-concienciación teórico- práctica de las
multitudes. Implica el poder desde la base y la tensión entre lo real y lo
potencial, desde la dialéctica entre el discurso que permite solventar los
problemas cotidianos y el que aporta nuevas posibilidades de vida y de práctica
política. Ese es el proceso constituyente digno de tal nombre: el de las clases
populares dándose su propia magnitud, edificando su propia alternativa social.
Y ese,
precisamente es el trabajo que nadie parece querer hacer: organizar,
concienciar, acudir a los centros de trabajo, a los lugares de estudio, ir allá
donde no está el brillo de las cámaras, pero donde viven los productores
efectivos de toda la riqueza social. Es una labor ingrata, que necesita un
tiempo de maduración que a algunos ahora les parece inadmisible, pero es una
labor sin la cual no cabe ninguna solución efectiva al actual desbarajuste. Es
la tarea de un anarcosindicalismo digno de su nombre, y de un eco-socialismo
libertario y autogestionario, aún por construir.
Si la
sociedad sigue en el sopor (que sólo rompió la sacudida del 15-M) no será para
elegir como ángel de la guardia a los aspirantes a realizar revoluciones sin
necesidad de revolucionar las vidas de la gente.
Lo que
impone realmente la situación , para la defensa de los movimientos de base y
las necesidades inmediatas de la clase trabajadora es que dejemos de marearnos
con los oropeles mediáticos y los espejismos (votemos a quien votemos, o no lo
hagamos en absoluto) y nos pongamos a construir y articular un movimiento
social amplio y densificado, organizado y formado, en plena tensión con la realidad,
y teniendo buen cuidado de no ser engullidos por las necesidades de la
maquinaria de una izquierda institucional que ha hecho de la comprensión más
estrecha de la realpolitik su única marca definitoria. En estos momentos no es
tan importante discutir sobre eurodiputados, héroes mediáticos o puestos en los
Parlamentos, sino como vamos a ser capaces de cooperar y organizarnos con la
gente de ese centro de trabajo de ahí al lado a la que nunca nos dirigimos
realmente porque no comparte nuestros códigos.
José
Luis Carretero Miramar.
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