En defensa del derecho de huelga.

José Luis Carretero Miramar es profesor de Formación y Orientación Laboral. Afiliado al sindicato Solidaridad Obrera. Miembro del Instituto de Ciencias Económicas y de la Autogestión (ICEA).



El 3 de mayo (de 1901), por solidaridad con los madrileños, los tranviarios de Barcelona se declararon en huelga. Cuatro días después, las autoridades militares proclamaron el estado de guerra, impusieron una severa censura de prensa y detuvieron a centenares de trabajadores, para lo que hubieron de habilitar las bodegas del crucero Pelayo, cuando ya no cabían en las cárceles
(Francisco Olaya Morales. “Historia del movimiento obrero español (1900-1936)”. Solidaridad Obrera. 2006. Pág. 36).
Historias que parecen de otro tiempo, de otras eras geológicas en que la realidad caminaba por otros derroteros. Y, sin embargo…
El derecho de huelga está reconocido como un derecho fundamental en el artículo 28 de la vigente Constitución, junto al derecho a la libertad sindical del que conforma también parte esencial. Pese a ello, su regulación se establece en un Real Decreto preconstitucional (Real Decreto Ley sobre relaciones de trabajo de 4 de marzo de 1977) con evidentes tendencias a limitarlo exageradamente. Esta situación fue analizada por la Sentencia del Tribunal Constitucional 11/1981, en la que el máximo intérprete de la Carta Magna llegó a la conclusión de que tal regulación sólo podía entenderse ajustada a la misma, desde una perspectiva que, en todo caso, tendiera a favorecer y extender las posibilidades de ejercicio del derecho concernido.
Y, sin embargo…
Si embargo, el derecho de huelga se encuentra sometido a una evidente ofensiva gubernamental y patronal en su contra, en estos momentos. Los medios de comunicación financiados por los grandes grupos empresariales claman por limitarlo. Los responsables políticos y doctrinales invocan la necesidad de proceder a su nueva regulación, pero, sorprendentemente, no para extender las posibilidades de su ejercicio, sino para coartar aún más su efectividad, dado que parecen entender que la normativa preconstitucional es “demasiado laxa” y “permite el abuso de su poder por parte de los trabajadores”.
Todo ello ocurre al socaire de determinados conflictos laborales que se pretende demuestran la veracidad de tales tesis, y en los que los media, la judicatura, la patronal y el gobierno han intervenido con medidas excepcionales de extrema gravedad. Nos estamos refiriendo, por supuesto, a conflictos como el de los controladores aéreos o el de los trabajadores del Metro de Madrid, en los que el establishment ha terminado por operar medidas draconianas como la declaración del estado de alarma o la decisión judicial no firme que declara ilegal una huelga exitosa.
Todo ello, además, ocurre en el marco del mayor proceso de ataque a las conquistas de la clase trabajadora ocurrido en los últimos 70 años en el conjunto del mundo occidental. Una situación extremadamente grave en la que las tesis de oposición a la efectividad del derecho de huelga se han multiplicado por toda la geografía europea, provocando encendidos debates en países como Francia o Italia.
Así pues, el derecho de huelga está en cuestión. Permite, se nos dice, que grupos de privilegiados laborales pongan en jaque al conjunto de la ciudadanía e interrumpan el normal desenvolvimiento de la sociedad global, por estrechos intereses de clase que chocan con el mantra, ya bastante utópico, del crecimiento sin fin.
Privilegiados laborales como los controladores aéreos. Pero, cuidado, también como los operarios del Metro, los funcionarios, los que tienen trabajo o, incluso (ha llegado a decirse) como los aristocráticos perceptores de la fenecida ayuda de los 400 euros (el llamado Prodi). Defendiendo oscuras y corporativas reivindicaciones como el derecho a la negociación colectiva y a la fuerza vinculante de los convenios (artículo 37 de la Constitución), el derecho de libertad sindical (art. 28), el de huelga (art 28, también) o el derecho a una seguridad social pública y suficiente (art. 41).
Detengámonos un poco en estos conflictos:
Empecemos por los controladores. Independientemente de la habilidad estratégica de un colectivo que acabó explotando sin invocar siquiera el derecho de huelga, lo cierto es que la actitud tomada frente a ellos se pretende paradigmática. De hecho, realmente, frente a la sola mención de los sindicatos de AENA de la posibilidad de iniciar un paro laboral (legalmente, y cumpliendo todos los trámites para ello) hasta las más suaves palomas mediáticas de la TDT han invocado de inmediato las medidas tomadas contra los controladores: militarización y estado de alarma. Y alguno decía también que como los trabajadores de AENA saben que todo eso es así, además habría que detenerlos. ¿Deja-vu a 1901?
Militarización y estado de alarma. Medidas tremendamente extremas (diríamos en puridad que extremistas) ante un conflicto laboral que, no lo olvidemos, se inicia ante la radical decisión del patrono y del gobierno de desconocer, abiertamente, un convenio colectivo firmado y amparado por la fuerza vinculante que la Constitución vigente le otorga.
En la tensión entre el derecho a la negociación colectiva y el supuesto derecho a la ordenación de nuestras sociedades por parte de los mercados, el Gobierno socialista ha decidido llegar hasta donde sea necesario para cubrir las pérdidas de los especuladores y los agujeros en las bolsas de la oligarquía financiera. No parece importar adonde se llegue: ni la evidente ilegalidad de la declaración de un estado de alarma previsto para otros supuestos, ni su impactante prórroga “preventiva”, ni la militarización de un colectivo de trabajadores civiles en el marco de una democracia, ni la utilización de la fuerza armada para solucionar un conflicto indudablemente laboral. La sombra funesta de 1901 se remueve en los poros de la sociedad virtual y cosmopolita del siglo XXI.
¿Y qué pasa con el Metro? La sentencia 16/11, de 24 de enero de 2011, del Juzgado de lo Social nº 16 de Madrid, no firme, declara ilegal la huelga realizada por los operarios del suburbano en los meses de junio y julio de 2010. Una sentencia, como se suele decir en el ámbito jurídico, no irreprochable.
Recordemos por qué se pusieron en huelga los trabajadores del Metro madrileño: nuevamente en defensa de un convenio colectivo previamente firmado y vigente, arrumbado y cercenado a mayor loor y gloria de los mercados financieros internacionales. Su actitud provocó muestras de apoyo y solidaridad en todo el mundo. Hubo que quien indicó que se trataba de “el primer enfrentamiento real a los planes de ajuste europeos”. Sin embargo, la sentencia entiende que la huelga fue ilegal. Y lo hace en basea una serie curiosa de argumentaciones:
En primer lugar, se nos dice, el Metro de Madrid es un servicio esencial porque así “ha sido declarado por sentencia del TC 53/1986 de 5 de mayo”. No hacen falta más razones, pese a que la arquitectura del sistema de transportes madrileño se haya revolucionado varias veces desde entonces. Hace 25 años, ¿había las mismas líneas de autobuses, la misma red de cercanías, los mismos transportes alternativos al uso del suburbano? Da igual.
Pero sorprendámonos aún más: “la determinación de la nulidad de la Orden por la que se fijan los servicios mínimos, por considerar que estos son excesivos, en nada influye en el pronunciamiento que recaiga en este proceso”. Si da igual cuantos autobuses tenga ahora la EMT, también lo da cuáles hayan sido los servicios mínimos impuestos, ni que los mismos hayan sido declarados expresamente ilegales por los tribunales. Que se haya dictado una resolución manifiestamente ilegal, cuyo cumplimiento cercenaría de modo irreparable un derecho fundamental, no importa “en nada” a efectos de determinar las responsabilidades por su incumplimiento.
Pero aún hay más: la sentencia afirma, muy cabalmente, que “la carga de probar la existencia de los elementos fácticos de la huelga abusiva corresponde al empresario, añadiendo además que por otra parte, a los efectos de tal calificación no basta con que la huelga origine un daño a la empresa”. Y, sin embargo, finalmente indica que “la desproporción y extralimitación en el ejercicio del derecho (…) no sólo resulta de las propias cifras económicas de pérdidas (…) sino de la comparación con las jornadas de huelga precedente y posterior”.
En definitiva, que lo realmente molesta de la Huelga del Metro, lo que fundamenta su ilegalidad, es precisamente que fuera exitosa. Si sólo el 10 %, pongamos por caso, de los trabajadores, la hubieran seguido, probablemente hubieran recibido una paternal palmada en la espalda y una carta de despido. Frenado el servicio, acumuladas las pérdidas de la empresa (que, por otra parte, no han sido probadas, ya que cuando pidió que los usuarios afectados reclamaran, no lo hicieron más que unos cientos), se llega a la feliz conclusión de que una cosa así, sólo puede ser ilegal.
Es más, se indica, también paternalmente, a los trabajadores, que existían medios alternativos a la huelga realizada, concretamente: “la impugnación judicial” de los recortes acordados por la CAM. Es cierto. Y se hizo. Faltaría más. Acudir a los tribunales es siempre posible. Por lo tanto, ninguna huelga tendría nunca sentido.
Porque la huelga no es la simple impugnación de la juridicidad de una medida gubernamental o empresarial. Es el ejercicio de un derecho fundamental a la expresión de la disconformidad y a la resistencia a la injusticia social. Si nuestra sociedad supuesta y jurídicamente democrática e igualitaria, no lo es de hecho (algo que nadie podrá poner en duda, ante las más que evidentes desigualdades en el acceso a la renta y a la propiedad de los medios de producción), la huelga se constituye en un mecanismo clave de autodefensa de los sectores subalternos y sometidos. En el pilar fundamental que impide la deriva de la desigualdad de hecho a la desigualdad jurídica añadida. Por eso no se puede renunciar a la huelga, en el marco de unsistema que se dice democrático: porque no todos tenemos (en la realidad fáctica) el mismo poder ni la misma influencia. Porque la mayoría que conforma la parte más débil en la relación laboral y ciudadana, debe limitar el poder de la minoría dirigente. Si no, una sociedad vivible sería radicalmente imposible. Arrumbada la huelga decae todo lo demás, porque no puede ser defendido en la sustancia fáctica de la realidad.
Tras 1901, vino lo que vino, y todos lo sabemos. Por eso, defender el derecho de huelga es defender la única posibilidad de limitación del poder omnímodo de las clases dirigentes. Defender la huelga es una exigencia democrática esencial, porque sin huelga todo lo demás desaparecerá a corto plazo. Defender la huelga es, hoy en día, defender el Derecho y la civilidad frente a la dictadura ilegítima y nihilista de los mercados.

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