De Trump a Vistalegre
. DE
TRUMP A VISTALEGRE.
La
crisis sistémica iniciada en 2007 sigue sin resolverse. No parece que estemos a
las puertas de un nuevo proceso de acumulación a escala global que permita a la
economía capitalista salir de su atonía. Los rescates con dinero público a las entidades financieras
estratégicamente situadas siguen sucediéndose (como en el caso de Italia) o
amenazando en el horizonte (como en el caso del Deutsche Bank alemán), sin que
se consiga recuperar la senda de la estabilidad. La Eurozona cruje azotada por
un vendaval que no se detiene, y que abarca desde el Brexit, que la pone en
cuestión, hasta el muy probable avance electoral en este año de fuerzas de
ultraderecha que defienden su fragmentación y el final del euro. Los refugiados
se agolpan a sus puertas, en condiciones infrahumanas, y las revueltas masivas,
aún carentes de un sentido revolucionario profundo, se suceden en su frontera Este, como en
Bulgaria y Rumanía en los últimos meses.
El
mundo actual es cada vez más multipolar, pero también más caótico, basculando
entre espasmos y turbulencias, ante la
evidente incapacidad de los norteamericanos de controlar Oriente Medio y de los
chinos de desarrollar una clase media que pueda sustituir la menguante demanda
de los países occidentales, atenazada por las medidas de austeridad, la
liquidación del Estado de Bienestar y la precarización del trabajo.
En
estas condiciones, el nuevo emperador global (Donald J. Trump) toma medidas
polémicas, nos dicen los medios. No nos engañemos, lo que subyace, muy
profundamente, en la elección de Donald Trump como presidente de los Estados
Unidos y en la polémica subsiguiente, es la existencia de una profunda fractura
en el seno de la clase dirigente norteamericana.
Donald
Trump no llegó al gobierno por ser un antisistema, aunque haya atizado
determinadas banderas populistas en su campaña electoral. Donald Trump, y su
gobierno de millonarios, ejecutivos de Goldman Sachs y magnates petroleros,
representan una determinada línea política de una concreta fracción de la clase
dirigente, en dura pugna con otra fracción, en la que encontramos, por ejemplo,
a los reyes de Sillicon Valley o a muy señaladas multinacionales de los
servicios como Starbucks.
La
política de Trump ni es antisistema, ni pretende serlo. El objetivo de Trump es
imitar en lo posible la gestión económica y de la fuerza laboral de su
principal competidor, que está a punto de alcanzarle: la República Popular
China. China, previsiblemente, alcanzará en pocos años el PIB estadounidense, y está apunto de desarrollar
su capacidad nuclear para llegar a colocarse al respecto “al mismo nivel que
Rusia y los Estados Unidos”. La guerra comercial con China está servida y,
quizás, al medio plazo, la confrontación escale aún más en términos pre-bélicos
(no olvidemos que Steve Bannon, el asesor preferido de nuestro emperador Donald
declaraba en una entrevista, poco antes de llegar al poder, que en unos 5 o 10
años, se desataría un conflicto militar abierto con el gigante asiático por el
control de la zona comercial más dinámica del planeta: Asia-Pacífico). La
suavización de la escalada de cuasi-bélica con Rusia, alimentada por Obama,
después del humillante, para los norteamericanos, avance de las fuerzas y los
intereses de Putin en Siria y Turquía, no es más que un giro estratégico
destinado a dividir a los dos gigantes emergentes, ligados por la nueva Ruta de
la Seda, como lo fue en su día el acuerdo de Obama con Irán, que ahora Trump
parece dispuesto a incumplir. La implosión de la Eurozona, ante sus propias
contradicciones y la inanidad de su clase dirigente, podría aportar el botín a
repartir entre los nuevos colaboradores-competidores, pero no parece del todo
probable que, en un mundo cada vez más caótico, este tipo de alianzas lleguen a
estabilizarse.
La
deriva anti-inmigración de Trump no parece destinada, pese a toda la farfolla
demagógica que la acompaña, a la expulsión total de los extranjeros (no
olvidemos que ya Obama ha deportado más irregulares que todos los presidentes
norteamericanos anteriores juntos), sino a su disciplinamiento laboral y al abaratamiento de su fuerza de trabajo,
hundida en la economía sumergida, a la imagen y semejanza de lo operado de
hecho por el Gobierno chino con su sistema del hakou, que permitió tratar como
ilegales sin derechos a los más de 150 millones de trabajadores que abandonaron
el campo en el país asiático para ir a trabajar en las grandes factorías de las
transnacionales de la costa china en las últimas décadas. Una gestión
racializada (en la versión norteamericana, cosa por otra parte bastante
tradicional en ese país) de la fuerza de trabajo que ha permitido abaratar
enormemente los costes de la mano de obra y someterla a una disciplina
cuasi-militarizada.
El
proteccionismo económico del que hace gala el presidente norteamericano, por
otra parte, es, como el chino, un proteccionismo regulado entorno a los
intereses de la clase dirigente nacional. Así mientras China mantiene limitada
la apertura de su sistema financiero a
los flujos internacionales y fomenta el libre mercado en su sector de exportación,
Trump parece dispuesto a hacer lo contrario, haciendo desaparecer la tímida
regulación implementada por Obama de los
negocios de Wall Street, pero intentado la vuelta de la producción
automovilística al país, y buscando negociar acuerdos bilaterales de libre
comercio, en vez de los multilaterales, que le permitan regular qué y ante
quién abre de su economía.
Pero lo
realmente fundamental, visto el maremágnum producido en las últimas semanas en
Estados Unidos, es que la clase dirigente norteamericana está fracturada en
cuanto a la estrategia a seguir como no lo ha estado en los últimos 50 años.
Eso explica que las protestas (que, por otra parte, muestran una vitalidad de
la sociedad norteamericana de la que nadie nos había hablado hasta ahora) hayan
recibido tanta atención mediática global y no, simplemente, represión y
silencio. Eso explica, también, que destacados representantes del mundo
jurídico estadounidense o del establishment cultural, impugnen las decisiones
de Trump, como no había sucedido en décadas.
Esta
pugna creciente entre Zuckerberg y Tillerson, entre Soros y las grandes
petroleras, amenaza, por supuesto, con generar, a su vez, una o varias
fracturas abiertas en el conjunto de las clases dirigentes globales. Las
tensiones con China y otros países emergentes, las derivadas de la
descomposición europea, las propias de las ambiciones de los nuevos ámbitos
militantes de la ultraderecha que pretenderán sustituir a las viejas élites
liberales y social-liberales, abren un escenario de conflicto en el interior de
la clase dirigente que, como hemos visto en Estados Unidos, podría abrir el
espacio social suficiente para la emergencia
de nuevas alternativas hasta ahora sometidas en la penumbra de un régimen sin
fisuras.
Crisis
social y fractura de la clase dirigente. Nos falta una condición para que la
crisis alcance el grado de crisis revolucionaria: la organización autónoma y
masiva de los explotados, alimentada por un discurso y una estética a la altura
de las circunstancias. Este elemento no parece avizorarse por el momento en el
escenario, pero no olvidemos que, precisamente este escenario cambiante, es el
ideal para un avance decidido de las fuerzas del cambio.
Pero,
¿y el Reino de España? ¿Se prepara ese avance decidido? En España lo realmente
preocupante no es la estabilidad política revisitada por las fuerzas del
régimen gracias a sus pactos, ya que éste ha demostrado sobradamente ser
enormemente vulnerable a las turbulencias globales, ya sean económicas o
ideológicas; sino la apuesta marcada, cuyas consecuencias empezamos a avistar
en este momento, de la mayoría de una entera generación militante, por la
política del sillón, la brillantez mediática y la absoluta futilidad a la hora
de la concientización y organización de
la mayoría trabajadora.
Vista
Alegre 2 y el culebrón de los líderes mediáticos flota al margen del mundo, en
la futilidad absoluta, cuando un entero régimen de gestión del sistema global
está a punto de mutar de manera, si no lo evitamos u orientamos en otra
dirección, catastrófica, ante nuestros mismos ojos. Dotarse de una subjetividad
revolucionaria capaz de intervenir implica la construcción popular y el
empoderamiento de la clase trabajadora, la extensión de sus redes y de sus
experiencias, de sus organizaciones propias, la creación de discurso sobre los
grandes cambios que se avecinan.
Olvidémonos de los líderes y de
sus fangos y de la truculenta gymkhana de los nuevos políticos profesionales,
empecemos a construir contrapoder desde abajo nosotros mismos, de manera
directa y autónoma. No se trata de gestionar el desastre creciente, ni de
encontrar una silla mullida cuando la música para. El objetivo de alguien que
quiere cambiar el mundo no es estar cómodamente sentado en un escaño.
José Luis Carretero Miramar.
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