Los límites del Keynesianismo y las alternativas para un mundo en crisis.
LOS LÍMITES DEL KEYNESIANISMO Y LAS ALTERNATIVAS PARA UN MUNDO EN CRISIS.
Poco a poco, el dogal de la deuda se aprieta sobre el cuello del pueblo español. Hemos visto sus consecuencias en Grecia: un desplome del 7 %en el PIB en 2011, un desempleo del 18,4 % dela población activa (un 43,5 % entre los jóvenes), una rebaja del poder adquisitivo de los salarios del 25 al 40 % en los últimos años, que se verá incrementada por las nuevas medidas pactadas con la troika comunitaria, un presupuesto surrealista en el que las únicas partidas que se acrecientan son las relacionadas con la contribución del país a la OTAN (un 16 %) y la dedicada a la adquisición de material bélico (un 67 %), partida esta última que la propia troika comunitaria (el auténtico gobierno neocolonial que ahora dirige el país con mano de hierro) no ha permitido que disminuyera, forzando, en su lugar, la rebaja de prestaciones del sistema de pensiones.
Y todo este sacrificio, todo este marasmo, ¿ha permitido acercarse al que se supone que es su objetivo declarado: el crecimiento económico y la disminución de la deuda pública? Lo cierto es que no. Ya hemos visto las cifras de hundimiento del PIB, debemos hacer notar también que la deuda griega, que hace dos años era del 115 % del PIB, tras los ajustes implementados llegó en julio del 2011 al 150 %, y se espera que en 2012 alcance el monto del 189 % del PIB.
Este es el dibujo de los efectos de las medidas de austeridad implementadas en Grecia. No es muy diferente el panorama español, donde la deuda alcanza cerca de 800.000 millones de euros y los Planes de Ajuste se suceden a una velocidad vertiginosa: reforma fiscal, financiera, laboral, de la negociación colectiva, privatizaciones y recortes en los servicios públicos, todo vale para proceder a pagar una deuda que ha sido generada, precisamente, sufragando con dinero público los prodigiosos agujeros que la actividad especulativa generó en los balances de las entidades financieras, y que dieron lugar a la crisis.
Porque en el fondo de la crisis no está otra cosa que el proceso de décadas de empobrecimiento de la clase trabajadora (recordemos que en 1976 la participación de los salarios en la renta nacional era del 73,63 %, y en 2008 del 60,21 %), y que, para mantener sin embargo una demanda solvente capaz de comprar los cachivaches de la sociedad de consumo, debió de ser dopada con grandes cantidades de crédito barato y fácil. Y cuando hubo que pagarlo, todo se desplomó.
Un empobrecimiento que, a su vez, tuvo un origen aún más profundo, expresado en la cruel vigencia de lo que Marx denominaba la “tendencia descendente de la tasa de ganancia”, desatada con la tendencial sustitución de la mano de obra (“trabajo vivo”, “capital variable”, en los términos de El Capital) por maquinaria (“trabajo muerto”, solidificado en la forma de “capital constante”). La productividad del trabajo, acelerada por la automatización, se enfrentaba así al límite que comporta su contradicción evidente con el estrechamiento de la demanda solvente producido por la menor necesidad de “trabajo vivo”. La dimensión sistémica de la contradicción antedicha dificulta, y hasta el momento (o quizás definitivamente) impide , el inicio de un nuevo ciclo largo de crecimiento (los llamados “ciclos de Kondratieff”), que no termina de concretarse.
La gigantesca contradicción, desplegándose ante nuestros ojos en la forma de una crisis sistémica que va mucho más allá de lo puramente económico, sólo podría solventarse, en principio, con una transformación profunda de la estructura social que permitiese un reparto más equitativo de las rentas (el llamado “pacto de rentas”) entre los distintos sectores sociales, acrecentando la demanda solvente, y con el estímulo público de los sectores productivos de la economía. Lo que implica, necesariamente, una pérdida sustancial de poder social para los oligopolios financieros y especulativos que dirigen el mundo en estos momentos.
Esta “estrategia keynesiana” de salida de la crisis muestra , sin embargo, evidentes limitaciones en el mundo actual. Se han generado problemas notorios para su implementación, que podríamos resumir en los siguientes:
En primer lugar, nadie sabe hasta donde funcionará y si lo hará realmente. No perdamos de vista que la crisis de los 70 no fue virtual ni imaginada. El crecimiento de la productividad social alcanzó un grado tal que los desequilibrios empezaron a producirse y, por ello, la huida hacia la especulación no fue producto de la simple maldad o impericia de las clases dirigentes, sino una tentativa más o menos consciente de salvar al capitalismo del cruel destino que le imponían sus propias contradicciones internas.
El remedio ha resultado peor que la enfermedad, no hay duda, y ahora la crisis es más radicalmente destructiva que nunca. Pero, ¿hasta cuándo funcionará el keynesianismo productivista? ¿No acelerará el proceso de la tendencia descendente de la tasa de ganancia ya narrado, en un escenario modificado donde la clase trabajadora tendrá más fuerza relativa? Eso, indudablemente, preocupa a los oligopolios que conspiran para dirigir un mundo cada vez más caótico.
Además, el keynesianismo puede confrontar a corto plazo los límites impuestos por su maridaje con el crecimiento continuo, que ha sido una de las constantes sistémicas más profundas del capitalismo histórico. La crisis ecológica, en la forma de contaminación, cambio climático y agotamiento de los recursos fósiles en los que se ha fundamentado la estructura industrial y de consumo de nuestras sociedades, parece a punto de desatarse en las próximas décadas.
Podemos apuntar las enormes dificultades que una estrategia basada en el consumo masivo, y un capitalismo basado en la expansión continua encontrarán ante el escenario de brutal decrecimiento que, de una u otra manera, puede terminar por imponerse.
Apretando al máximo, el Capital puede devastar las fuentes de su propia productividad, transformando la titánica crisis de sobreproducción actual en una de subproducción, donde la deriva caótica se acabe imponiendo, aún sobre las mismas medidas correctoras del keynesianismo. El keynesianismo, en todo caso, puede otorgar tiempo para empezar a implantar una nueva sociedad acorde con la capacidad de regeneración del ecosistema que nos rodea, pero si no es así, entendido como pura estrategia de recomposición del crecimiento y del proceso de acumulación capitalista, nos devolverá en pocas décadas al mismo escenario de senilidad caótica de nuestro modo de producción en que nos encontramos, o a uno incluso empeorado por la ruptura de todos los equilibrios naturales necesarios para supervivencia de la especie.
Y, por otro lado, es imprescindible dejar claro que la clase dirigente, en todo caso, no parece en modo alguno dispuesta a dar su brazo a torcer e iniciar la estrategia keynesiana. La absoluta interdependencia entre las actividades financieras e industriales en las grandes corporaciones transnacionales modernas, la desbocada avaricia que se ha dejado campar a sus anchas en las últimas décadas, imposibilitan toda vuelta a la “racionalidad” de unos oligopolios especulativos y financieros que se saben dueños absolutos de la situación, aunque la misma amenace derrumbarse sobre sus propias cabezas.
La velocidad de los intercambios, la total ausencia de barreras a las transacciones y a la ”innovación” especulativa, los kilómetros y kilómetros de papel firmado por los distintos Estados en la forma de tratados internacionales y acuerdos multilaterales liberalizadores, tienen difícil marcha atrás. Nadie quiere ser el primero en conocer la hecatombe de la rápida fuga de los inversores internacionales, ningún gran bloque está dispuesto a romper el equilibrio (mejor dicho, la radical falta de equilibrio) neoliberal. El poder financiero es demasiado fuerte, sus tentáculos está demasiado extendidos, sus formas de control cultural e informativo son demasiado masivas.
De hecho, son tan masivas que lo cierto es que sus metástasis pueden avizorarse por doquier: en una clase trabajadora que se cree clase media y en una clase media que está ferozmente convencida de que bastará con apretar las clavijas al proletariado (como en otros momentos ha sucedido) para volver a retomar la senda del crecimiento y el consumo masivos. Por eso aplauden muchos de los recortes sin llegar a ser conscientes de que se están recortando las bases de su propia existencia. ¿de qué les valdrá tener un látigo, en la forma de reforma laboral, por ejemplo, si la demanda agregada se desploma y la falta de consumo imposibilita la reproducción ampliada e, incluso, la supervivencia de sus pequeños comercios? ¿De qué les valdrá obtener rentas superiores si van a tener que empezar a pagárselo todo (sanidad, educación, cuidados, etc.) por la ofensiva mercantilizadora del neoliberalismo?
La clase trabajadora, por su parte, no es capaz de desembarazarse de las inercias que la empujan a la pasividad y el acrítico seguimiento de las mismas burocracias que le han conducido a la derrota. Temiendo profundamente la radicalidad de la apuesta que implica la situación, espera, sin siquiera confiar en ello en realidad, que los dirigentes socialdemócratas le saquen del atolladero, sin tener que empeñar sus esfuerzos en la batalla, sin tener que pagar ningún precio. Una fútil ilusión que no puede más que contribuir a empeorar las condiciones generales y a debilitar a los sectores que pretenden enfrentarlas.
Así que, en estas circunstancias, la vía keynesiana de salida de la crisis se ve obturada, y ni siquiera sabemos si, de poder implementarse, sería operativa. En estos momentos, el capitalismo se muestra incapaz de salvarse a sí mismo. Toneladas y toneladas de saber y conocimiento social no pueden impedir la deriva hacia la peor alternativa: el desplome caótico. La racionalidad no es nada sin una fuerza efectiva que la haga entrar en el mundo de lo real y operante.
La clase dirigente, por su parte, parece convencida de que su mejor opción es precisamente ese desplome. En primer lugar, porque no puede evitarlo. En segundo, porque piensa que, aunque todos pierdan, ellos perderán menos. Como en una fiesta repleta de drogas y bebida, mientras queden botellas nadie puede obligar a los comensales a que dejen de beber, aunque ya se haya alcanzado el estado de embriaguez en el que han comenzado las peleas, los vómitos y los desvanecimientos. Esa es la imagen de una clase dirigente emborrachada por el hiperbeneficio fácil de las últimas décadas.
La opción keynesiana, así, no será suficiente, ni podrá ser implantada sin la fuerza de la movilización de las multitudes. La única alternativa al colapso, pues, pasa por el despertar global que el año pasado ha empezado a apuntarse. Un despertar que no puede fundamentarse únicamente en recetas que sólo permitirían ganar tiempo.
Frente a las limitaciones de la estrategia puramente keynesiana, se impone la necesidad de una agenda mucho más profunda y propositiva para los movimientos sociales críticos. Debemos construir una amplia plataforma de acción común que, al tiempo, genere el armazón ideológico de una sociedad transformada sobre la base de lo que los nuevos neurobiólogos afirman, y que dijeron en su día autores como Kropotkin o Malatesta: la cooperación es la esencia de una vida más rica y compleja, una expresión de la abundancia natural de lo vivo, que crece y se desarrolla sin cesar.
Cooperación contra mando, pues. O en otras palabras más clásicas: democracia. Pero una democracia sustancial y efectiva, como producto de la hipercomplejidad de una vida social capaz de aceptar la interacción cooperativa y creativa de las multitudes sin hacer desaparecer por ello la rica textura de individuación creada por la apertura ilustrada. Una democracia construida entorno a varias dimensiones que vamos a narrar:
En primer lugar, democracia política, en la forma de las tradicionales arquitecturas del asambleísmo y la democracia directa. Gobierno, por tanto, de la multitud. Pero cohonestado con un amplio régimen de garantías que permita la subsistencia de las individualidades y de los diversos modos de vida libremente aceptados por las mismas.
Frente a la utopía aldeana de un comunismo totalitario, con asambleas “omnisoberanas” donde el proceso de individuación operado por el libre pensamiento de los últimos siglos ha de verse revertido para construir la “dictadura de la multitud”, ignorando la sana e imprescindible subsistencia de los ámbitos personales y de afirmación del individuo; hemos de afirmar la apuesta por una democracia asamblearia de la complejidad y las garantías, donde las libertades han de entrar en conexión y sinergia mutuas, en los ámbitos comunes de cooperación. Frente a la imagen de la “Iglesia”, aunque sea laica, la de la libre federación de los sujetos que se juntan, no para desaparecer en lo común, sino para cooperar salvaguardando sus propios espacios de autoconstrucción autónoma y creativa. Rechazo , entonces, de la “comunidad total”, con un discurso único para todas y cada una de las manifestaciones de la vida.
Además, democracia económica, como elemento basal de todo otro tipo de democracia. La “democracia” burguesa se ha demostrado un engaño precisamente porque ha permitido el refuerzo continuo de la dictadura económica de una clase social sobre el conjunto de la colectividad. El acceso a los medios de producción ha de ser garantizado, por tanto, a todos los individuos.
Debemos apostar por una sociedad de base autogestionaria, donde los productores sean a la vez los propietarios de los medios de producción, y puedan elegir federarse libremente entre sí. Esto no debería excluir elementos de propiedad privada individual o familiar (la propiedad familiar campesina, por ejemplo, se ha mostrado muchas veces como la mejor adaptación a determinados nichos ecológicos), tampoco la existencia de “servicios públicos estratégicos” bajo el control de la colectividad política organizada de forma democrática y asamblearia.
La autogestión, el pequeño emprendimiento, los servicios colectivos, junto a mecanismos correctores de solidaridad social (pues estamos hablando de una economía que, aunque ampararía y favorecería la planificación cooperativa y participativa, no excluiría el mercado) instituirían una vida productiva compartida y donde nadie debería quedar excluido.
Además, la adaptación a la crisis ecológica impondría el favorecimiento de la producción local, de la planificación sostenible y el fin del consumo masivo de cachivaches y fruslerías, lo que, constituyendo un decrecimiento en términos materiales, debería empujar, sin embargo, al radical desarrollo de los ámbitos de producción de cuidados, de sociabilidad, cultura y conocimiento.
Porque además, hace falta una democracia cognitiva amplia y basada en la idea de la abundancia cultural y de la creatividad. Frente al decrecimiento en juguetes sin sentido, el crecimiento exponencial en juegos colectivos y en el desarrollo de las potencialidades intelectuales y afectivas de los individuos. Hacer sentido, en lugar de cosas.
Ello implica, por supuesto, un cuerpo común del conocimiento de acceso libre y compartido (el llamado procomún) y la transformación radical de los mecanismos de la propiedad intelectual.
La explosión de la sociabilidad, de la creatividad, del intercambio cultural, de la afectividad y los cuidados mutuos, deberían de ser la nota definitoria de una sociedad que habría renunciado al crecimiento material sin fin del capitalismo, para construir una economía estacionaria, pero sustentada en la abundancia vital.
De nuevo, aquí, cierto “colectivismo cerrado” que abrasa e impide las diferencias individuales constituiría un error esencial. Sólo la complejidad cultural, basada en la libre individuación y en el pleno desarrollo de las potencialidades únicas (y subrayamos ese “únicas”) de cada ser humano, impediría la reconstrucción del “universo gris” que caracterizó ciertas tentativas de transformación pretéritas.
Y, por último pero no menos importante, una democracia en lo cotidiano que permitiese que las formas de vida múltiples y complejas nacidas en los márgenes de la sociedad global capitalista no colapsasen en una uniformidad aldeana revisitada. Nuestra transformación no ha de consistir en revivir el viejo mundo precapitalista, sino en hacer saltar las barreras que impiden el libre desarrollo de las libertades individuales y colectivas generadas en los últimos siglos.
Las sexualidades múltiples, la igualdad de los géneros, los distintos artes de vivir, la creatividad personal en la expresión de cada uno de los elementos en que se constituye la textura de la vida cotidiana, son conquistas irrenunciables que no sólo no se han de abatir en la conformación de un neoconservadurismo “igualitarista”, sino que han de ser la base que sustente la nueva producción cognitiva y la nueva democracia compleja de una especie capaz de generar un nuevo imaginario para la palabra “abundancia”.
Democracia, pues, en todos los órdenes de la vida. Cooperación, en un juego complejo y lúdico con las expresiones creativas de las individualidades liberadas.
Caminar en esa dirección es la única salida vivible a la gran transformación que encaramos.
Pero ese camino habremos de transitarlo cumpliendo las mismas premisas que esperamos ver al final: cooperar, pero respetando nuestras diferencias. Ahí está la gran dificultad. Sólo construiremos ese mundo haciéndolo efectivo en nuestras relaciones mutuas.
Nuestras capillas, nuestras sectas, nuestros discursos apolillados o diseñados en el aire, deben ser objeto de una gran marejada. La apuesta keynesiana, aun imprescindible en este momento, sólo permitirá ganar tiempo.
El mundo es ahora mucho más complejo. A nuestro mundo antagonista le pasa exactamente lo mismo. Sólo construyendo nuevos ámbitos de cooperación compleja podremos levantar la posibilidad de nuevos abrazos.
Eso implica estar preparados para la emergencia de nuevas fuerzas y nuevos lineamientos, para generación de nuevos espacios de alianza y de nuevas contaminaciones mutuas. Para construir creativamente una vida más allá del capitalismo.
José Luis Carretero Miramar.
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